Pagar el arte- 2

El hecho de que los espacios de artistas sirven a fines activistas, de que son en sí mismos una acción, los posiciona como un movimiento artístico de base con carácter seminal. Cuando se escriba la historia de las prácticas artísticas en la segunda mitad del siglo XX, los espacios de artistas aparecerán con la misma importancia que otros movimientos artísticos del mismo periodo. [1]
Roberto Bedoya

Estoy leyendo Alternative Art New York: 1965 - 1985, un libro editado por Julie Ault que recoge la historia de los espacios gestionados por colectivos de artistas y que incluye una excelente selección de textos críticos. Entre ellos uno sobre la financiación de la escena alternativos norteamericana en las décadas de los 70 y 80, firmado por Brian Wallis: Public Funding and Alternative Spaces.

Yo siempre había supuesto que la aparición de espacios gestionados por artistas estaba vinculada sobre todo a la desindustrialización de las grandes ciudades occidentales, que dejó tras de sí centros urbanos desolados y periferias fantasmagóricas, con locales a precios asequibles cuando no gratuitos. Por eso me ha sorprendido la perspectiva que ofrece Wallis, donde es el acceso a los recursos públicos lo que resultó crucial para el desarrollo de la escena independiente en los Estados Unidos:

Al principio, estos espacios se vieron obligados a esforzarse e intentar sacar recursos privados de varios tipos. Esto cambió radicalmente en 1972, cuando el NEA (National Endowment for the Arts) empezó a conceder un apoyo substancial para estas iniciativas locales. En 1978 el NEA estableció una categoría específica de ayudas para “espacios de artistas”, y en la medida en que el apoyo a esta categoría aumentó, los espacios alternativos se expandieron, continuando su práctica de plantear grandes desafíos a las convenciones políticas y sociales del mundo del arte. [2]

El artículo narra el auge y decadencia del sistema de apoyo a la creación en los Estados Unidos y analiza algunas consecuencias indirectas sobre los espacios alternativos, como la profesionalización de los artistas, entendida como una implantación del poder pastoral foucaultiano. A partir de los 80, la era Reagan, el NEA se va desmontando y los recursos públicos desaparecen. En su lugar cobra importancia el apoyo privado: el mecenazgo en todos sus niveles. En los Estados Unidos no hay ningún obstáculo para que una entidad sin ánimo de lucro, lo que llaman 501(c) organization, pueda recibir donaciones deducibles de impuestos, al contrario que en España, donde hasta ahora la deducción fiscal requiere que el consejo de ministros declare de utilidad pública a la entidad en cuestión. Pero no es esto lo que nos interesa, sino una sutil trampa lógica que se esconde en el traspaso de responsabilidades del NEA a la sociedad civil.

El discurso oficial nos dice que el Estado no es responsable de la creación artística y que ésta debe obtener sus recursos, como cualquier otra actividad económica, aplicando modelos de negocio viables, o en todo caso obteniendo el apoyo de la sociedad bajo ese concepto un tanto difuso del mecenazgo. Sin embargo el Estado no deja de financiar la cultura, porque dejar de ingresar impuestos es lo mismo, en el balance final, que recaudarlos y luego repartirlos a través de programas como el que tuvo en su día el NEA. Es decir, el Estado no deja de reconocer que la actividad creativa tiene un retorno inmaterial que beneficia a toda la sociedad, y que por lo tanto merece una compensación que va más allá de la libre competencia entre empresas. Para explicarlo con un ejemplo, en ningún país occidental te puedes desgravar el gasto en copas, pero en muchos puedes hacerlo con las cuotas que pagas como miembro de una entidad cultural, donativos extraordinarios e incluso por la compra de obras de arte. ¿Por qué? Porque el arte ofrece ese retorno inmaterial en forma de construcción de subjetividades, fijación de narrativas históricas, etc., que le hace merecer un apoyo financiero público. Los buenos ratos pasados en la barra de un bar, aunque contribuyan a disolver tu subjetividad, en cambio no. De otra manera el arte debería funcionar exclusivamente como un mercado de bienes de consumo, donde los artistas, como los diseñadores de moda, los joyeros y otras industrias que producen bienes cargados de contenidos estéticos y/o simbólicos, deberían adaptarse a las tendencias del mercado y competir entre ellos para colocar su producto. Y desde luego hay un mundo del arte que es así, pero afortunadamente hay otros muchos que son todo lo contrario.

Volviendo al tema de la financiación, lo que se consiguió con ese traslado de la responsabilidad en el apoyo a la creación fue imponer una forma de poder blando para erradicar las posiciones más críticas o antagonistas. Cuando hay una institución pública que asume la responsabilidad de apoyar la creación artística, los diferentes colectivos tienen un interlocutor a quien reclamar, con quien negociar a quién y por qué se apoya. Y se puede señalar con el dedo a quien censure o margine a los colectivos sociales más conflictivos. Con la dispersión de la financiación en forma de deducciones fiscales por membresías y donativos, aunque parezca que hay una democratización del apoyo a la cultura, en realidad se está privilegiando la cultura que interpela a las clases altas y medias, mientras que se invisibiliza la que podrían producir y consumir las clases bajas y los colectivos que sufren algún tipo de exclusión, simplemente porque tienen menos recursos. Y, casualidades de la vida, la gente con menos recursos es la que plantea mayores conflictos al poder establecido. Pero el interlocutor oficial a quien podíamos reclamar ha desaparecido, se ha disuelto en miles de contribuyentes anónimos, que supuestamente hacen lo que quieren con su dinero, aunque en realidad ese dinero no es del todo suyo. El Estado no ha renunciado a su responsabilidad como benefactor de las artes, sólo está incumpliendo la que tiene como redistribuidor de las riquezas materiales e inmateriales que produce la sociedad. Ha encontrado la manera de ser injusto sin dar la cara.

Todo el discurso sobre el mecenazgo está construido sobre este tipo de trampas, y ésta es la razón por la que soy un firme defensor de la financiación pública de la cultura. Por ejemplo, es muy frecuente escuchar argumentos a favor del mecenazgo que invocan el gran legado del Renacimiento. Pero estos argumentos siempre olvidan que en aquella época no había una división entre lo público y lo privado, no como la conocemos nosotros ahora. El dinero particular de los príncipes era también el del Estado que gobernaban. Los reyes, los príncipes, los nobles, los obispos, los papas, todos ellos cobraban impuestos que estaban vinculados a su título nobiliario o cargo eclesiástico. Las revoluciones burguesas acabaron con ese sistema de privilegios y definieron un ámbito de lo público para garantizar que la gestión de los recursos de la sociedad estuviese sujeta al derecho. Cuando hablamos del mecenazgo actual no podemos poner como ejemplo a los Médici o al papa Julio II, con los grandes logros del arte renacentista, porque nuestro sistema político y económico es completamente distinto y no creo que nadie quiera volver al anterior.

En realidad el mecenazgo empresarial no es más que una rama del marketing de las corporaciones, que cada vez tienen mayores necesidades de imagen. Social Grease, el lubricante social, lo llamó una vez un alto ejecutivo petrolero, regalando a Hans Haacke el título de una de sus obras más afortunadas. En consecuencia los sectores con más capacidad de recaudación — fundraising dicho finamente — son los que tienen una proyección pública masiva: los deportes y los espectáculos populares. O en el mejor de los casos, las manifestaciones culturales políticamente correctas, pero alejadas de las verdaderas líneas de fractura de la sociedad. La producción cultural volcada a la experimentación, la que tiene una vocación crítica, la que se sitúa en lo que ahora son los márgenes de lo establecido, la que genera auténtica innovación social, no es de interés para los “mecenas”, porque directa o indirectamente va a poner en cuestión sus privilegios. Por eso, y aunque sea muy  urgente una ley de mecenazgo, las políticas culturales seguirán siendo necesarias.

El tema de la financiación de la cultura por supuesto no se acaba aquí y sería muy deseable que los agentes independientes fuésemos capaces de organizar una mesa de discusión para definir conceptos y plantear lineamientos ante la eventualidad de que la Comunidad de Madrid llegue a tener una política cultural en un futuro próximo. Sobre este tema y sobre otros que abordaré en breve, como el llamado arte en el espacio público.

Lo que debe quedar claro es que el programa más ambicioso de apoyo a la cultura nunca supondrá una cantidad significativa en comparación con lo que reciben fundaciones como FAES, lo que se desgravan los ricos por el mero hecho de ser ricos, lo que gastamos en dietas de diputados y senadores, los aeropuertos sin aviones, las autopistas sin coches o los miles de kilómetros de AVE sin pasajeros. Ni que la pila de millones que se gastan para promoción de la llamada Marca España en eventos internacionales. Quizás sea por fin el momento de pensar qué clase de país queremos: especular o innovar, éste es el dilema.


[1] The fact that artist-run spaces serve an activist purpose, that they are in themselves an action, situates them as a seminal grass-roots art movement. When the history of art making in the latter half of the twentieth century is written, artists-run spaces will be accorded equal importance with other art movements of this period.  Citado en Alternative Art New York, pág.3
[2] In the beginning, these spaces had been forced to struggle and try to get by one private founding of various kinds. This changed radically in 1972, when the NEA (National Endowment for the Arts) began supplying substantial support for these local efforts. In 1978, the NEA established a separate granting category for “artists’ spaces”, and as funding in this category increases, alternative spaces expanded, continuing their practice of fostering bold challenges to the social and political conventions of the art world.  (Ibídem, pág. 162)

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